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La memoria del agua / Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste [29/01/12]

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Una primera cuestión que se podría plantear ante un edificio como el Museo del Agua en Lanjarón (Granada) de Juan Domingo Santos sería si no estaríamos de nuevo ante el enésimo museo temático que un municipio ha decidido construir para promocionarse mediante un reclamo de turismo cultural. Sin embargo, en este caso, partir de este prejuicio – legitimado por tantos edificios que en los últimos tiempos de vacas gordas se han construido, concretando un modelo seguramente obsoleto y necesidades artificiosas - invalidaría a priori el reconocimiento que merece una acción arquitectónica llevada a cabo invirtiendo un saber y una sensibilidad que lo dotan de un profundo valor arquitectónico, alejado de efectismos y rimbombancia.

El Museo del Agua es una elaborada síntesis de paisaje y tiempo que se esfuerza en articularse poéticamente sin forzar retóricas. La escasez de medios disponibles ha llevado a Juan Domingo Santos a plantear una intervención centrada esencialmente en el reciclaje y reutilización de los elementos del entorno, culminando en una intervención que apela a la recuperación de la memoria de la relación de la arquitectura con el lugar, generando un escenario de confluencia protagonizado por la presencia física y potencia sensorial del agua.

El proyecto tuvo como punto de inicio la búsqueda de un emplazamiento adecuado para destacar las condiciones naturales del agua en el lugar (el nombre de la localidad deriva de Al-lancharón, ‘lugar de manantiales' en árabe). Se escogió con este propósito el acceso al Parque Natural de Sierra Nevada, junto al río Lanjarón y una acequia de riego que bordea unas viejas construcciones que fueron usadas como matadero municipal. Este enclave ha permitido crear un itinerario que relaciona el edificio del museo y sus actividades con las infraestructuras de agua y antiguas estructuras arquitecturas próximas, como molinos y un lavadero de ropa; permite asimismo proteger a este entorno natural de la especulación urbanística.

En esa síntesis generada de paisaje formado por naturaleza y arquitectura, Juan Domingo Santos ha hecho integrantes del Museo a las naves de ese antiguo matadero y los trazados históricos de agua de la acequia y el río.

Se ha efectuado una “intervención mínima” en las viejas naves del matadero que ahora acogen salas expositivas, demoliendo las divisiones interiores y dejando a la vista las estructuras de paredes y cubiertas (un trabajo que permitió descubrir que originalmente la estructura había formado parte de un conjunto de molinos de agua, convirtiendo involuntariamente a este proyecto en una tarea de recuperación arqueológica). Para contrastar los muros de piedra y ladrillo del antiguo molino, se han dispuesto selectivamente paneles trasdosados en color blanco que enmarcan los puntos de la nueva intervención.

Ocupando el patio del antiguo matadero, Santos ha levantado una nueva construcción en madera que evoca la cubrición de una edificación del siglo XVIII realizado en ese mismo material, el Manantial de la Capuchina, que albergaba el primer nacimiento de agua en Lanjarón. En el interior del pabellón, suspendido en el aire, se produce un juego de efectos de luz y penumbra enfatizado por una lámina de agua, un detalle que evidencia la inspiración en la arquitectura islámica que también se hace patente en la configuración de la plaza situada frente al conjunto. En ella se ha dispuesto una plaza de naranjos, elevada unos veinte centímetros del suelo, hecha con prefabricados de hormigón apilados y troncos de eucalipto (recuperados tras su caída por un vendaval) que se inundan temporalmente con el agua de la acequia, lo que configura un espacio con aspecto y posibilidades de uso cambiantes a lo largo de cada jornada y que, a través de aroma, sonido de sombra, agua… genera una atmósfera que es preludio de ese juego sensorial del pabellón y de la nave más antigua del matadero/molino, donde un vidrio con proyecciones sobre su superficie emerge del suelo inundado con agua de la acequia, creando un juego de reflejos.

Entre otros lauros, el Museo del Agua ha recibido el Gran Premio Enor 2011. El merecido reconocimiento con este galardón, fallado por un jurado integrado por arquitectos, a un edificio que actualmente está cerrado y descabelladamente destinado a reconvertirse en tanatorio, llama a una reflexión sobre el desfasaje entre la evidencia de la buena arquitectura que ha podido surgir de los irreflexivos caprichos neo-riquistas de algunos consistorios y sus consecuencias dentro del presente escenario económico.

La revisión crítica que se está realizando sobre lo construido estos últimos años ha puesto en la línea de fuego a arquitectos y a edificios como culpables o cómplices del despilfarro irresponsable, algo que ha sido real en muchos casos. Sin embargo, un caso como el Museo del Agua pone de manifiesto cómo otros tantos arquitectos, como Juan Domingo Santos, con edificios hechos desde un comprometido buen hacer y responsabilidad han acabado siendo víctimas de esa irresponsabilidad de una clase política que ha estado más dada al exhibicionismo que a la sensibilidad, y que está ahora llevando a edificios que hablan de arquitectura reflexiva y delicada, como éste, a terminar en el abandono o el menosprecio.

 

Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste

Publicado originalmente en el suplemento cultural de ABC, Madrid - 23 de Enero de 2012 - Número 1028

 

 

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