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Qué se cocina en arquitectura / Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste [22/06/08]

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El cocinero Santi Santamaría generó semanas atrás una conmoción mediática al poner en entredicho a la cocina de vanguardia –y a su abanderado, Ferran Adrià- y su tendencia a deshacerse de sus cometidos esenciales en aras su conversión en una obra innovadora, elegante y compleja, producto de una sofisticada creatividad cuyos destinatarios son paladares fascinados por lo nuevo, lo extraño, lo sofisticado. Se elevó contundente la reacción airada y corporativista contra el disidente, escandalizándose el gremio porque uno de los suyos (fuese por coherencia, por fines mediáticos, por celos profesionales o por un arrebato de honestidad brotado de cierto sentimiento de culpabilidad) ponía en duda su valor, y con ello en juego los intereses de los muchos actores involucrados en un negocio elitista y millonario.

Después se ha intentado virar el eje de la polémica surgida hacia el tema de si el acusador recurrió también al uso de los componentes químicos que son ingredientes indispensables de la cocina contra la que arremetió. No obstante, el núcleo de este conflicto y la lectura más interesante para quienes observamos la discusión desde afuera ha sido comprobar la intensidad de la reacción proteccionista, el temor a que una voz discrepante pudiera poner en entredicho los fundamentos que sustentan la credibilidad de un negocio basado en la elevación de la cocina a la categoría de arte.

Seguir la evolución de esta diatriba resultaba interesante por cuanto, significativamente, es posible establecer una directa analogía entre esa noción de la alta cocina con la de la ‘alta arquitectura’, no sólo la firmada por los oligarcas de la arquitectura, sino también de aquéllos que aspiran a estar situados en su mismo nivel y esfera, en su desmesura y pompa, amnésicos del hecho que la arquitectura –como la cocina- es un arte cuya función es satisfacer una necesidad humana primaria que puede enriquecerse mediante otros factores que la elevan a otras dimensiones, y la hacen trascendente. Como la cocina, en esencia, la arquitectura debe ser transmisora de bienestar, placer, belleza, armonía…Pero al pervertirse su propósito fundamental, tanto en un caso como en otro, al subordinarlo a la función de convertirse en un supuesto refinamiento, simulacro de sensibilidad, que simboliza status, cocina y arquitectura se desvirtúan, y estaríamos hablando de otra cosa, de una categoría específica de producto y hecho cultural, que sería preciso definir.

Tal y como se ha visto que sucede en el elitista y sobrevalorado universo de la alta cocina, y aunque no se aventure siquiera remotamente la posibilidad de qué sucedería si algún arquitecto-estrella abriera de manera verosímil la caja de Pandora (más allá de impostarlo como un modo de obtener notoriedad momentánea), en las altas esferas de la arquitectura planea igualmente la alarma de que algo en sus entrañas no está funcionando bien. Y la crítica hacia este mal estado no debe aplicarse desde una perspectiva reaccionaria, ni desde luego en rechazo de la capacidad y libertad de creación, sino contra la pérdida de conexión con la realidad de proyectos arquitectónicos disfrazados de innovación tecnológica, de dialécticas epatantes, o de expresión de modernidad, cuando en realidad, al hurgar a la búsqueda de su fondo, se descubre que están significando todo lo contrario.

No se puede esgrimir la sostenibilidad – el recurrente concepto en boga - desde la construcción de estructuras desaforadas, de presupuestos desorbitados, y pensadas más para el efímero impacto mediático y la complacencia de la sensibilidad neoriquista que para una funcionalidad clara cuando el tiempo de la arquitectura monumental por sí misma se ha agotado. Como tampoco se puede argumentar especulación tecnológica, como expresiones de progreso, desde visiones inhabitables. La actual situación del mercado en plena desaceleración económica puede constituir el marco idóneo que nos instigue a replantear qué estamos haciendo, qué verdadera trascendencia poseen estos goces gastronómicos o arquitectónicos, y para lograr el fundamento de credibilidad que, seriamente, desde la misma arquitectura y sin maniqueismos permita dar una patada al tablero de los oligarcas y sus aspiraciones, desterrando esta forma de hacer prepotente y falsa y que se nos atraganta como un plato hiperdiseñado, elitista, suntuoso y tal vez tóxico. La creatividad no debe estar exenta de compromiso y la posibilidad de crear con libertad no debe entenderse como un instrumento que permita sólo para satisfacer a un público deseoso de exceso y novedad vulgarizada; no debe sostenerse únicamente por mor del aparentemente infalible (e inefable) discurso de la reinvención y la vanguardia extrema. Debiéramos reconocer cómo en este orden de cosas, el cocinero o el arquitecto pierden su nombre y se transforman en la misma figura, situada en la misma dimensión cultural y con idéntica función: la de servidor de la innovación.

Sustentado en el peso que este ensalzamiento del sibaritismo como máxima virtud cultural, cierta categoría de arquitectos ha renunciado al rigor y a la profundidad a favor de una especulación vacía y estéril, acomodándose a lo que se espera de ellos y su nombre, más que a proponer o a comprometerse en comprobar las posibilidades de la tecnología real y las circunstancias que definen el presente para llegar a propuestas complejas. Si la comida del concepto de la alta cocina está destinada a los bolsillos de paladares esnobs, la arquitectura marca la tendencia de un nuevo riquismo igualmente esnob, que se agrava cuando el comitente abona con dinero público la creación de divertimentos arquitectónicos, objetos inútiles o de dudosa necesidad inmediata (pabellones, museos,….) resultantes de la resistencia a aceptar que la arquitectura objetual en sí misma ha perdido toda razón de ser y que es diametralmente opuesta a las necesidades esenciales de nuestro tiempo. Contradiciendo la evidencia latente de esta realidad, surgen edificios sin valor ni sustancia, solamente como caricaturas del poder tecnológico y fáctico mal entendido. arquitectos que han priorizado la espectacularidad a desarrollar una formación profunda y han usado el exhibicionismo para hacerse referentes, especulando dentro de un pobre bagaje a favor de la creación de ‘espumas’ y perversiones varias y la tentación, cada vez más difundida de ser percibidos ‘artistas’, antes que a ser pura y libremente arquitectos.

Uno de los factores principales que pueden entenderse como causantes de esta situación es el menguante nivel cultural y la nula reflexión sobre lo que se produce. En confundir desarrollo tecnológico y fundamento creativo con esperpento potencialmente mediático y expresión estética del tiempo. Ante el decantamiento hacia una cultura mediocre, de bases poco sólidas, sensual e intelectualmente empobrecida- cuyo síntoma es ese exceso de ostentoso sibaritismo-, debemos enfrentarnos a asumir y defender un proyecto más consolidado ideológica y culturalmente: el de una arquitectura que además de perseguir la belleza, la armonía y transgredir, marque la posibilidad de dos caminos que se bifurcan e incite a tomar el más excitante y complejo, el que se aleja del facilismo del edificio como un consumible objeto o un parque temático, que haga que el desarrollo y la capacidad de innovación propicien la afirmación a través de la tecnología de un camino hacia una nueva simplicidad esencial y una nueva y profunda riqueza conceptual que permitan la verdadera y enriquecedora expansión de nuestros potenciales sensoriales, llevando al placer más allá de la infatuación efímera.

Es preciso preguntarse si no estamos, saturados y por inercia, produciendo cosas que ya no necesitamos y que, aunque en el pasado tuvieron una plena razón de ser, hoy carecen de cualquier lógica. La defensa de la espectacularidad y del truco virtuoso carece absolutamente de sentido en momentos en que ya pocas cosas poseen la capacidad de impresionarnos verdaderamente, máxime cuando en la arquitectura ya nos hallamos ante una sobreacumulación de edificios icónicos y de especulaciones carentes de un verdadero sentido más que el de seguir nutriendo el exceso y los soberbios caprichos del insaciable neo-riquismo.

 

Fredy Massad y Alicia Guerrero Yeste

Publicado en el suplemento cultural de ABC.es

 

 

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